Sabías de mi recelo,
A que tú, te me acercaras,
Desde entonces yo temía,
Que en estos postreros años
Un puñal, tú, me clavaras.
Pero tus ímpetus adolescentes,
De vendaval desbocado,
En mi senda atravesaron
Esos, tus carnosos labios
Que nunca osé ni rozarlos.
Y ese mirar indiferente,
Incomprendido, lo sé,
Y a la vez, desconcertante,
Acopiaste mis caricias
Sin siquiera inmutarte,
Tampoco de ellas huiste,
Y no sé si disfrutaste.
Aunque, creo recordar,
Cierta fugaz ocasión,
De tu manos el calor
Erizándome la nuca.
Esos dones que tú tienes,
Y que sabes, son la carne,
La artimaña de tu anzuelo,
Para que piquen los bagres,
Con candidez bien actuada,
En la hoguera de mis ojos,
Impasible, los echaste.
Y esa manta tan sutil
Que cubrió la liviandad
Escondida en tu regazo,
Me quitó la libertad
De mostrar todo el ardor,
Que me quemaba en las manos.
Y de ti, yo me prendé
Sin siquiera musitarlo,
Años y años te cuidé,
Como si fuera tu hermano.
Mas lo tuyo fue el poder
Y el placer de doblegar,
A quién te osó rechazar,
Hiriendo ese vano orgullo.
Mucho tiempo para perder,
Y tu terquedad de acero,
Fueron caldo de cultivo
Para criar tu vanidad.
Y fue así que sin querer
Quiso la suerte que vieras,
Que mi entelequia entera,
Se postraba ante tus pies,
Y desde allí tu interés
Y tu carencia de afecto,
Se hicieron polvo siniestro
Que el viento se llevó después.
De ahí, ya no te vi más,
Ni un mensaje contestaste,
De tu agenda me borraste,
Y te inventaste excusas,
Qué tu hermana no calló.
Y por eso me he enterado,
Que ni siquiera un llamado
Para las fiestas atendiste,
Y yo me quedé tan triste
Por no saber que pasó,
Por lo menos un reproche
Por tu boca sermoneado,
Me hubiera sido más franco,
Que la fría indiferencia,
Y la actitud tan silente,
Con la que me pagas hoy.
Horacielo.