jueves, 18 de marzo de 2010

La historia de nunca acabar.

Las sombras, resignadas por no lograr la calma ansiada,
dejan al mar pariendo un Sol de hematita.
La agreste soledad, el viento,
que en su furia, hace rodar las piedras,
el embravecido oleaje que gruñe en la rompiente,
y mi alma fría, seca, arrasada por tu ausencia.
La vela de la noche no alumbró este desconsuelo,
mil puertas avizoradas desde lejos no me tientan,
o tal vez sí, pero no quiero, no puedo.
Tu ciclón arrasó mi fuerza, mi calma, mi vida entera.
Huérfano se quedó mi sentimiento, y estoy cansado…
Ya no deseo comenzar de nuevo.
Y este rugir de las aguas que me incitan,
que me llaman,
mas, no me agencio.
Mis piernas entumecidas sobre las rocas me reclaman movimiento,
pero no, no se lo doy, se lo niego.
Quiero flagelar mi cuerpo entero,
su estúpida pasión por ti,
me condenó, y hoy estoy muerto,
aunque él siga viviendo.
Febo acelera su paso buscando su cenit,
mi piel se abrasa en su fulgor y
el arco iris de mis lágrimas encandila mis ojos,
mientras mi sollozo danza al compás de la marea.
La brisa no refresca el vaho sofocante.
Me arrastro entre las piedras
hasta la sombra proyectada por el faro.




A lo lejos se oye un barco que ha tocado puerto.
A mis pies retorna el movimiento,
me pongo en marcha hacia el gentío,
sin ganas,
la cabeza hirviendo,
los brazos afiebrados se erizan y sienten espinos fríos.
Acelero la marcha,
démosle un día más a esta historia sin sentido.


Horacielo.

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